Costura Udinense

Udine

 

 

 

“No vayas a creer lo que te cuentan del mundo (ni siquiera esto que te estoy contando),

ya te dije que el mundo es incontable”.

Mario Benedetti

 

 

 

 

Ya entendí, mamá. "La vida es como un juego", dijo mi pequeña a sus cinco años.   A veces te sale un 6, otras te toca un 1, pero siempre sos vos quien elige lo que querés para ella, en cada jugada.  Avanzas muchos casilleros, retrocedes unos pocos y enseguida seguro te toca la carta de la suerte… 

 

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ITALIA. UDINE. Octubre de 1888.

 

Cuando la tierra se queda como una naranja sin jugo.  Cuando la miseria y la desnutrición la arrasan.  Cuando llegan sin avisar los años negros.  Cuando golpea a tu puerta el hambre.  Cuando el peor resultado de la guerra, más allá de las destrucciones y las ausencias,  es la desidia.  Ya no te queda nada por hacer ahí.

 

Fue a partir de esa desesperación cuando en mi tablero apareció la oportunidad de un mejor juego.  Y sí.  Tiré los dados al aire…

 

Yo, María, agarré mis tres críos (huérfanos de padre), embolsé la poca ropa que teníamos y llegué como pude al puerto de Génova.  Miré el caudal de agua que acariciaba el poblado y sentí que hacía lo correcto.  Atrás para siempre permanecería ese mundo de contrastes: de miseria y alegrías, de bombardeos y caminos de montaña, de carencia y bosques color esmeralda, de crudos inviernos y sabios veranos que de tormentas y amor sabían mucho. 

 

De las mujeres de la época, elegí ser de las valientes. Pobre, viuda, madre y digna.  Valiente.

 

Subí mis 37 años de existencia al “DUCA DI GALIERA” de La Veloce Línea Di Navegazione Italiana a Vapore Societa Anónima.  Destino final: Buenos Aires. 

 

Cuando la embarcación zarpó no miré al dejar la costa.  Sabía que jamás volvería y que nunca sacaría de mi cuerpo, por todas las respiraciones en el haber que me quedasen, el dolor en el medio de las costillas por la nostalgia a mis raíces. 

 

19 días de travesía restaban.  14 nudos de velocidad.  El barco avanzaba como el tiempo.  Los motores lo propulsaban holgazanes, sus chimeneas angostas lo elevaban en plegaria al cielo y los tres mástiles se erguían atravesando la bruma.

 

Para los 100 pasajeros de primera clase estaban destinadas las mejores comodidades y placeres, la misma cantidad en segunda disfrutaban con menos opulencia y los casi novecientos declarados que íbamos en tercera transitábamos por los pasillos con el silencio y la mirada baja de los creídos  infortunados.

 

Brillaban con la clara los ojos celestes de mis amores del alma: Rosa, José y Paulina.  Mis Braida.

 

Quiso la suerte más que el destino, que me encontrara a plena luz del día en una de las terrazas desarrollando el oficio de costurera, cuando un señor con poca elegancia me miró desde lo lejos y se acercó. 

 

Era Artemio, un argentino que necesitaba que lo ayude en una tarea sencilla.  Con esfuerzo nos entendimos.  Unos botones se habían exiliado de su camisa al suelo.  Fácil de resolver para las que sabíamos hacer de todo, y si no, lo aprendíamos.  No acepté paga por mi trabajo, fue de favor nomás.  Al día siguiente, volvió a cruzarme con otro encargo.  Esta vez era un pantalón agujereado.  Mi remiendo lo dejó casi nuevo. 

 

Los días pasaban lentamente,  La brisa del mar resecaba la piel.  El sol castigaba.  Largo era el camino como los rezos impartidos.  La mole gris de hierro continuaba atravesando la inmensidad del agua como cuchilla.

 

Al cabo de unos días y en una tarde de llovizna, con el alma cansada salí a tomar aire.  A lo lejos vislumbré la figura desprolija de este reciente conocido, corriendo traía consigo algo.  Se lo notaba preocupado.  

 

A don Giulio, mi general tucumano, se le descosió inesperadamente el saco.  ¿Usted se lo arreglaría María?_  me dijo.

 

Me sugirió rapidez y esmero, la urgencia debía quedar impecable.  Tanta recomendación obedecía a que su dueño era alguien “importante” y lo necesitaba para un agasajo que le harían en el barco.  Enseguida acepté la encomienda y el pago. 

 

La tela impoluta era de una finura indescriptible.  Lavé mis brazos dos veces antes de tocarla.  No permití a nadie ni acercársele. Con la suavidad con la que se toma a un bebe recién nacido la palpé.    Enhebré aguja e hilo y como enmendando la vida misma con cada puntada, uní las telas peleadas.   Tenía, sin saberlo, la carta de la suerte en mis manos… 

 

Al día siguiente, hice la entrega final a Artemio.  Trabajo terminado.

 

Faltando tres días para arribar, me sorprendió la noche caminando por un pasillo externo.  Quería estirar las piernas.  Quería huir de los recuerdos.  Las estrellas escoltaban una luna mágica.  Ignotos de mi presencia, un grupo de hombres distinguidos con copas hacia arriba festejaban.  Entre ellos, avizoré distendido a Artemio.  Me saludó con un suave gesto, inclinando su cabeza.  Para conocer al portador de la especial prenda no hizo falta presentación.  Estaba a su lado.

 

Dos palabras suyas de interrogación al oído del subordinado y con un andar seguro y lustradas botas negras, se acercó hacia mí.  De porte altivo y paso arrogante.  Sentí un escozor por el cuerpo que aumentaba con su acercamiento.  Acomodé un mechón de pelo que se deslizó sutil por mi rostro.  Clavó su mirada profunda en mis ojos.  Movió sus manos con la grandilocuencia de quienes se saben generadores de historia.  Tomó la mía y la besó.  

 

Agradezco a esta hermosa mujer italiana su dedicación y esmero puestos a mi servicio. Un placer María_  me dijo.

 

Mi vergüenza se descubrió.  No era mi costumbre recibir esa atención.  Alivio al alma.  Caricia al corazón.

 

 Sin tener la necesidad pero sí la educación, me preguntó quién era y de dónde venía.  Su acento y tono de voz eran atrapantes.  Elegí los mejores pasajes de mi película.  Luego endulzó mi relato con sutiles halagos, de caballero. 

 

Argentina te recibe de brazos abiertos_ agregó.

 

Conversamos largo rato.  Él había subido al buque en Barcelona después de recorrer durante 19 meses toda Europa.  Se lo veía sin una a la par.  Habló de su vida ajetreada, con conquistas y desiertos ganados.  Mencionó que la Argentina Moderna estaba iniciándose con un periodo de progreso sin igual y necesitaban gringos para trabajar.   

 

Varias veces más en lo que restaba de esa travesía, la vida nos permitió encuentros.  Súbitos y fugaces. 

 

El desplazamiento del buque amenguaba su paso ante la inminente llegada.  El horizonte me recibía con sus diversos caminos. 

 

Antes de bajar, el General me buscó entre el pasaje.  Pegó su cuerpo al mío y me dijo:

 

 ¡Bienvenida a Argentina!  Si tiene manos guapas y amor para a esta tierra brindar, véngase a mi estancia “La Paz” que hay muchos manteles que bordar… Julio Argentino Roca, para lo que guste mandar.

 

Le sonreí amablemente.  Nunca lo quise molestar…  

 

Chi va piano, va sano e va lontano.

 

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En esta vida, en este viaje, somos la consecuencia de nuestros actos.  Suerte o no mediante.

 

 

Sueña grande, vuela alto como las abejas reinas, solía decir mi bisabuela…  

 

 

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Columna de "María de Viaje" de María Caldentey

 

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Comentarios: 1
  • #1

    Nina (martes, 15 abril 2014 20:36)

    Que hermosa historia !!!! que bueno conocerte TTV !!!

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