La Ribeira Sacra y el hombre del silencio

Nunca antes había estado en la Ribeira Sacra. Había oído hablar de viñedos en terrazas imposibles, de monasterios escondidos en la niebla, de ríos que se enroscan como si buscaran un secreto que no quieren revelar. Pero la verdad es que fui sin saber mucho. Como se viaja a veces: con la intuición y una pequeña necesidad de silencio.
Llegué una mañana de marzo. Todavía hacía frío y el cielo no se decidía entre la niebla o el sol. En la estación de Monforte de Lemos, una mujer me vendió pan de centeno envuelto en papel marrón. “Te va a venir bien para el camino”, me dijo, sin más. Y yo obedecí, porque hay cosas que no se cuestionan en tierra gallega.
Empecé a caminar sin un plan. Solo seguí el río Sil. Lo escuchaba antes de verlo. A veces su murmullo parecía un canto grave, otras un susurro lejano. A medida que avanzaba, las laderas se volvían más verticales, y las viñas colgaban como si desafiaran la ley de la gravedad. Todo olía a tierra húmeda, a musgo, a historia.
Y entonces apareció él.
No lo vi llegar. Estaba sentado en una piedra, al borde de un mirador, con los pies colgando sobre el abismo verde. Llevaba un sombrero viejo, un abrigo azul marino y una libreta en la mano. Me miró sin decir nada, pero con esa mirada de quien ya sabe todo lo que uno no ha dicho.
—¿Es tu primera vez aquí? —preguntó, como si supiera la respuesta.
Asentí. Él señaló el horizonte, donde el Sil hacía una curva perfecta, y dijo:
—Acá no se viene a ver. Acá se viene a escuchar.
No pregunté su nombre. Tampoco me preguntó el mío. Caminamos juntos, a veces en silencio, a veces hablando de cosas que no recuerdo exactamente. Pero me dijo una frase que todavía me persigue:
—La Ribeira Sacra no se entiende, se siente. Y a veces, cuando uno está dispuesto, también te habla.
Fuimos a un pequeño monasterio escondido entre los árboles. No tenía cartel, ni camino evidente. Me dijo que era el Monasterio de Santa Cristina. Las piedras estaban cubiertas de líquenes, y el sonido del agua resonaba como si viniera de otra época. Él apoyó la mano sobre un muro y cerró los ojos. Yo hice lo mismo. Y no sé si fue sugestión o magia, pero por un momento me sentí dentro de algo antiguo y sabio, como si el tiempo me hubiera dejado entrar en su casa sin pedir permiso.
Después fuimos a un viñedo. No uno turístico. Uno real. De esos que huelen a sudor, a tierra viva. Él conocía al dueño, un hombre de manos grandes que nos ofreció un vino tinto de Mencía, en un vaso sin pretensiones. Lo bebimos sentados en el suelo, con el sol que finalmente se animaba a salir.
—Esto no lo vas a encontrar en las guías —dijo, levantando el vaso—. Esto es Ribeira Sacra. Vino, piedras, silencio... y gente que todavía cree en el misterio.
No supe cuándo nos despedimos. En un momento lo miré y ya no estaba. Como si se hubiera desvanecido entre el verde. Como si fuera parte del paisaje.
Esa noche dormí en una casa rural, entre parras y paredes de granito. Escribí algunas líneas en mi cuaderno. Pensé en él. En sus silencios. En lo que dijo y en lo que no. Y me dormí con una certeza nueva: la Ribeira Sacra no te da respuestas, pero te cambia las preguntas.
Ahora, cada vez que necesito recordar por qué viajo, por qué me pierdo a veces por el mundo buscando no sé bien qué, me acuerdo de ese día. Y de ese hombre sin nombre que apareció justo cuando estaba lista para escuchar.
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